A NUESTROS LECTORES Y CONTACTOS DE AREQUIPA
LOS INVITAMOS A VISITAR LA EXPOSICIÓN DE FOTOGRAFÍAS
“AYLLU QUINUA. FAMILIAS QUE CULTIVAN QUINUA. LOS GUARDIANES DE LAS SEMILLAS”
CONVENTO DE SANTA CATALINA.
HASTA EL 29 DE AGOSTO 2014.
DANIEL LAGARES: LOS ROSTROS DEL TIEMPO.
Escribe: Guillermo Niño de Guzmán en la revista Puente Nº 32.
¿Qué hay detrás de aquellos rostros duros y cetrinos, casi hieráticos, que nos observan a través del lente de Daniel Lagares? Son campesinos -indios, se les habría denominado en otros tiempos, pero ahora la denominación es políticamente incorrecta-, miembros de antiguas comunidades que sobreviven en el Perú de hoy, anclados en un pasado milenario y desconcertados ante una modernidad que, en lugar de asimilarlos, los condena a la marginalidad.Lagares ha elegido el difícil arte del retrato, vertiente que en el desarrollo de la fotografía ha supuesto el descubrimiento de su propia especificidad y alcances. La historia de la pintura nos ha revelado que, en principio, el artista debía entablar una relación próxima con el sujeto de un retrato, al menos durante el periodo de su ejecución (lo que variaba según las técnicas y estilos). Desde luego, con la irrupción de las vanguardias en el siglo XX estas condiciones cambiaron drásticamente. Si Goya requería que la modelo de sus “majas” posara, con ropa o sin ella, a lo largo de varias sesiones, a Picasso, en su etapa de madurez, le bastaban unos minutos, cuando no únicamente el recuerdo, para plasmar la imagen de Dora Maar llorando o de otra de sus mujeres en posiciones no muy santas.
Hoy en día, la situación es otra. Ya casi no se hacen retratos al óleo (el británico Lucian Freud debe de haber sido el último mohicano en lo que concierne a pintar con modelos vivos) y, si se hacen, las personas retratadas no suelen tener mucho tiempo para posar ni ganas de confraternizar con el pintor, quien tendrá que contentarse con realizar su trabajo a partir de fotografías (lo que resultará cómodo para ambos por cuanto no se correrá el riesgo de variaciones en el gesto o en la incidencia de la luz). Pues sí, el uso de la fotografía ha simplificado las cosas y ha llegado a consolidarse como un instrumento legítimo. No obstante, ¿qué ocurre cuando el ejecutante de un retrato no es ya un pintor sino un fotógrafo?
Examinemos el caso de Daniel Lagares, fotógrafo español que se ha empeñado en capturar imágenes de diversos pobladores de los Andes. Su opción implica un reto mayor, sobre todo si se considera que ha incursionado en un género bastante trajinado por sus colegas, tanto nacionales como extranjeros. Pensamos en Martín Chambi, naturalmente, pero también en fotógrafos peruanos contemporáneos como Javier Silva Meinel, María Cecilia Piazza y Roberto Fantozzi, quienes han frecuentado la sierra desde hace varias décadas y han logrado admirables registros visuales de sus gentes, costumbres y tradiciones.
Ahora bien, lo interesante es la manera como Daniel Lagares se ha acercado a sus personajes. Porque, claro, estamos ante un verdadero artista de la cámara y no frente a un mero cazador de imágenes que se limita a viajar a un lugar exótico y a disparar a diestra y siniestra antes de tomar su avión de vuelta y a ver qué le sale. En ese sentido, Lagares sobresale porque tiene un ojo privilegiado y la actitud de un observador escrupuloso que sabe que es necesario compenetrarse con la realidad que pretende fotografiar antes de apretar el obturador. De otro modo, le hubiera sido imposible conseguir los magníficos retratos que vemos en estas páginas, imágenes singulares no solo por sus propiedades estéticas (composición, contraste, tonalidad, etc.) sino por la fuerza expresiva que emana de los personajes registrados.
Quizá la fotografía más llamativa sea aquella de la campesina de los ojos cerrados, congelada en medio de la pampa, con un cielo surcado por jirones de nubes como telón de fondo. Sin duda, la elección del instante en que la mujer baja los párpados no es simple azar. Lagares ha tenido el acierto de detener el tiempo en el momento en que su personaje parece transmitir el profundo vínculo que la une a la naturaleza, el arraigo con la tierra que explica su devenir humano.
El tenor de la serie está representado por los retratos individuales, donde la cámara escruta los rostros de hombres y mujeres adultos y mayores, lo que permite establecer un correlato entre sus diversas experiencias vitales. Da la impresión de que Lagares quiere resaltar la lucha soterrada de una comunidad que, desde una época inmemorial, ha debido soportar condiciones de vida durísimas, lejos de una civilización que siempre le ha dado la espalda, pero sin que ello haya conseguido resquebrajar su identidad y tradición.
Lagares se concentra en los semblantes, nos muestra los rostros cuarteados por el frío, la fatalidad impresa en las líneas de la piel. Y, aunque la desolación y la extrañeza se apoderan de estas imágenes conmovedoras (el viejo que luce una capucha y aferra una botella de cerveza vacía; la anciana con un extraño tocado; la campesina que mira impertérrita al fotógrafo, con arrugas que son como las venas de la tierra), también es posible advertir un notable estoicismo de resonancias ancestrales, la entereza y reciedumbre de una comunidad indígena que se resiste a sucumbir ante la adversidad (en el único retrato de grupo, seis campesinos con trajes y sombreros negros emergen como dignos oficiantes de un misterioso ritual).
Mención aparte merece aquella imagen en la que se respira un aire luminoso y se percibe un talante menos triste y aciago. Nos referimos a la hermosa fotografía de la mujer que peina su larga cabellera de cara al sol. Su gesto supone cierta complacencia, un atisbo de regocijo en su peculiar comunión con la naturaleza, sensación reforzada por la luz que inunda su rostro como un bálsamo providencial, capaz de acabar con la oscuridad de su destino.
Daniel Lagares nació en Huelva, en 1973. De formación autodidacta, se inició en la fotografía y posteriormente llegó al cine, donde ha destacado como documentalista. Camarógrafo y realizador, su obra cinematográfica ha sido galardonada en festivales internacionales y reconocida por la crítica de la legendaria revista Cahiers du Cinéma. Una de sus películas más aclamadas es Asina (2008), en la que se adentra en la realidad cotidiana de los cabreros de la isla de Fuerteventura, un entorno agreste de las Canarias en el que un grupo de pastores se aferra a sus viejas tradiciones y mantiene su identidad. Actualmente, el realizador onubense reside en el Perú, donde ha emprendido diversos proyectos de tipo documental. En diciembre de 2013, incluyó una selección del trabajo fotográfico que ha hecho en nuestro país en la exposición Ayllu Quinua, los guardianes de las semillas que presentó el Centro Cultural de la Universidad del Pacífico en Lima.
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