Escribe: Christian Reynoso | LOS ANDES 01 sep 2013
Hace 56 años que don Pablito vende sus famosos alfajores “Crema de Oro” en el centro de Puno. Su lugar de expendio siempre fue en una de las esquinas del parque Pino; pero desde hace algunos años, en que la municipalidad sacó a los vendedores de la plaza, lo hace al frente, empezando la calle Lambayeque. Aunque su nuevo lugar ya no resulta tan notorio para el común, son sus eternos compradores quienes lo buscan ahí, religiosamente, entre las 5 de la tarde y las 8 de la noche.
Estos se han vuelto un clásico bocadillo a la hora de la cena puneña. Si no están en la mesa, igual acompañan la caminata de quienes los compran mientras llegan a casa. Otro tanto, casi con desesperación, se hace empaquetar hasta 20 que llegarán a destinos no imaginados esa misma noche o al día siguiente a través de un avión.
Los alfajores de don Pablito han volado por el cielo puneño. Sus tres hojas crocantes son la comunión del día; su miel es el caramelo de la tarde; su coco rallado, la nieve de la lluvia. Su sabor ha recorrido el paladar de distintas generaciones; por eso, afirma, feliz: “Todos me dicen que han comido mis alfajores desde que eran niños y ahora ya son grandes y los siguen comiendo, eso me pone alegre”.
La alegría del sabor.- “Conseguí una buena técnica para hacer alfajores”, me dice, mientras tomamos un té piteado en Delta y conversamos. Lo observo y lo veo casi igual a como lo veía cuando era niño e iba a comprar sus alfajores. Su rostro surcado por arrugas y pómulos duros, revela una mirada penetrante que delata cierta tristeza. Su cabeza despoblada aún abriga cabellos erizados que antes fueron más. Su estatura pequeña hace juego con su limpio y manso vestir. “Por eso que mis alfajores gustan tanto a la gente”, añade.
Es cierto. Cada día, don Pablito prepara un promedio de 450 alfajores. Los primeros 200 llegan en un caja-vitrina alrededor de las 5 de la tarde traídos por su hija. La segunda caja-vitrina, con otros 200, llega con él y su esposa a las 6:30, además de incluir en una caja de cartón unos 50 o más, casi como ocultos y “por si acaso”, para quienes no alcancen a comprar. Esa caja también quedará vacía.
En un promedio de cincuenta minutos se acaba la primera caja-vitrina. Compra gente de todo tipo y condición, además de muchos extranjeros. A veces por valor de 5 y 10 soles o por unidad “a tan sólo cincuenta céntimos”, dice don Pablito.
La preparación de los alfajores se inicia a las 6 de la mañana de cada día, momento en que se prepara la masa. Claro está que guardaremos el secreto de los ingredientes. Tan sólo diremos que se utiliza 5 kilos de harina para un promedio de 400 alfajores de tres hojas. Hecha la masa, viene la etapa de “bolear” y luego planchar con una botella, una por una, las hojas. Este proceso ocupa toda la mañana. “Es trabajadorcito y pesadito”, dice don Pablito.
A la una de la tarde ya está todo listo para que los alfajores entren al horno instalado en su propia casa. Luego de tres horas, finalmente, se les echará la miel y el coco. “Todos los días en ese plan”, nos dice don Pablito, con cierto tono jocoso. Quizá por eso, confiesa que ya con tantos años comiendo alfajores, ahora ya no le atraen y sólo los come de vez en cuando. Sus hijos también han aprendido a hacerlos pero sólo cuando hay pedidos grandes y puntuales. Serán ellos quienes continúen el legado.
El hombre hecho alfajor.- Don Pablo Churata Quispe, nació el 22 de abril de 1936 en el distrito de Vilque. Su niñez e infancia estuvieron marcadas por los estudios en la escuelita del lugar. Luego, jovencito, decidió venirse a Puno a servir al Ejército. Estuvo en el cuartel hasta 1953. Al salir, se dedicó, un par de años, a la venta de dulces y golosinas de forma ambulante. Así conoció a quien considera su maestro dulcero, Francisco Flórez, quien producía y repartía alfajores y dulces a diversos vendedores de la ciudad y que terminó confiándole el secreto de la preparación.
Pero su juventud le interpelaba a buscar fortuna y mejor bienestar, entonces Pablo decidió ir a Arequipa para trabajar como perforista en la Mina Chapi. Allí conoció a su esposa, doña Juana Rojas López y también nacieron sus primeros hijos, entonces decidieron volver a Puno. Con los ahorros del trabajo en la mina se compraron un terreno en el barrio Miraflores. Fue así que Pablo, con la experiencia aprendida de su maestro Flórez, decidió entregarse a la producción de alfajores como el principal sustento para su familia. Con esfuerzo, sacrificio y la fórmula de preparación, sus alfajores ganaron nombre, prestigio y sobre todo, dulzura puneña. Él mismo no creyó que iba a entregar toda su vida a esto.
Con el tiempo y la venta la familia pudo construir su casa y mantener a los seis hijos. Don Pablito cree que no todo ha sido trabajo, sino que la Virgen de la Candelaria de quien es devoto, lo ayudó en el éxito de su negocio.
Hoy, a sus 77 años sigue con la misma rutina diaria, aunque las cosas se han puesto un poco mal y ya no tenga la fuerza suficiente, ya que desde hace algunos años sufre el mal de Parkinson, lo que no le permite trabajar “empleando las dos manos”. Son su esposa y sus hijos quienes lo ayudan. Pero eso sí, él no deja de dar el toque final. Tiene previsto ir a Arequipa, a donde está uno de sus hijos, para hacerse ver con un especialista.
Compromiso dulce.- Ha sido una constante para don Pablito, asumir el compromiso de no dejar de hacer alfajores ni un solo día para no tener que fallar a sus clientes, “si no el público se amarga, está esperando”, afirma. Aunque parezca inocente es un mandato que se ha impuesto desde un comienzo.
Cuando tiene que ir de viaje a Arequipa o a La Paz, para visitar a sus hijos que están allí, lo hace solo. Es su esposa doña Juana quien, indefectiblemente, se queda para seguir con la producción de los alfajores.
Cuando tiene que ir de viaje a Arequipa o a La Paz, para visitar a sus hijos que están allí, lo hace solo. Es su esposa doña Juana quien, indefectiblemente, se queda para seguir con la producción de los alfajores.
Quizá este compromiso vaya más allá que una simple transacción de producto y venta. Quizá haya en el corazón de este hombre así como en los ingredientes que utiliza una cierta pasión concentrada que hace que, en el sabor de sus alfajores, podamos encontrar la esencia de ese Puno añejo y actual, de tarde caliente y noche fría, que nos transporta, como si se tratara de un viaje, a disfrutar de un necesario gustito cada día. Por eso podemos decir que quien no ha comido un alfajor “Crema de Oro” no conoce el sabor de Puno.
Y eso es suficiente y bastante. A don Pablito no le hace falta toda esa maquinaria mercantil y mediática dirigida por intereses privados que ensalza el boom gastronómico peruano –en verdad solo limeño– del que tanto se habla en los últimos años, sencillamente porque sus alfajores no pasan de moda y se han insertado en la tradición de la ciudad desde hace más de 50 años, sin traicionar su calidad ni su convicción de endulzar y generar placer en quienes los comen. La sabiduría del sabor. Ya ni siquiera la competencia preocupa. La gente se queja de los otros alfajoreros porque no se igualan a estos.
Un secreto.- Don Pablito dice que sus alfajores adquieren un sabor distinto, “mucho más rico”, si se guardan de un día para otro. “Pero solo un día”, precisa. Parece ser que de esta forma absorben el clima frígido de la ciudad, lo que hace que se revistan de cierto sabor que los hace más deliciosos. “Y hay que comerlos con cafecito o con té”, recomienda.
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